APRENDE A ORAR
Segunda parte

Aquellos de nosotros que oramos en público debiéramos esforzarnos diligentemente por ser vistos de Dios en secreto mientras los hombres nos oyen en público. Y estoy seguro de que oramos con mucho más poder y eficacia cuando estamos rodeados como por una gran nube, encerrados en el lugar secreto del Altísimo, que cuando estamos orando en voz alta en la asamblea pública del pueblo de Dios. Lo mismo es cierto para todo creyente. No está bien orar en una reunión con la intención de impresionar a alguien importante o pensando en las personas que están presente. El trono de Dios no es lugar para mostrar nuestras habilidades. Un mal aun mayor es usar la oración pública para acusar a otras personas. Con frecuencia he oído insinuaciones hechas por medio de oraciones. Lamento decir que hasta he oído afirmaciones tan críticas y ofensivas que he sentido dolor en el corazón. Tal procedimiento es censurable e irreverente. Ni siquiera debemos usar las reuniones de oración para rectificar los errores doctrinales, enseñar verdades bíblicas, señalar los errores de ciertos hermanos o acusarlos delante de Dios. Creo que deberíamos orar seriamente por todas estas cosas, pero no como una especie de predicación indirecta y reprensión por medio de la oración. Convertir la oración en una oportunidad para señalar las faltas de otros es un proceder propio del acusador de los hermanos. Nuestra oración debe ser “delante de Dios” para que sea una oración aceptable. Si pudiéramos aislar nuestros ojos, nuestros recuerdos y pensamientos de la presencia de los demás, estaremos realmente orando en presencia de Dios, y eso se puede hacer en público si Dios nos da la gracia. Nuestra oración debe ser: “Señor, abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza” (Salmo 51.15). La oración delante de Dios puede también ofrecerse en privado, aunque temo que la verdadera oración con frecuencia no se realiza tampoco allí. Tal vez la siguiente escena le resulta familiar. Está orando en privado y se encuentra repitiendo palabras espirituales mientras su corazón divaga. Muchos hemos descubierto que nuestras oraciones se han convertido en un hábito, con el resultado de que hablamos tanto delante de las paredes de la habitación como delante de Dios. No nos hemos percatado de su presencia, no le hemos hablado clara y directamente a él. Es posible que estemos cumpliendo la enseñanza del Salvador en cuanto a cerrar la puerta para orar en privado, y aun así descubrir que hemos estado orando principalmente en nuestra propia presencia mientras que Dios ha estado lejos de nuestra alma. Es deplorable hablar piadosamente para sí mismo. “Derramo mi alma dentro de mí”, dice David (Salmo 42.4). No se obtiene gran cosa al derramar el alma dentro de sí mismo, orando para nuestro propio corazón. No se logrará vaciarse a sí mismo ni llenarse de Dios. Solamente revuelve lo que más valdría haber dejado como escoria en el fondo. Mucho mejor es seguir el curso prescrito en el precepto santo: “Derramad delante de él vuestro corazón” (Salmo 62.8). Eleve sus oraciones hacia arriba y permita que se derramen completamente delante de Dios, dejando lugar en su corazón para algo divino y mucho mejor. Derramar el alma dentro de sí mismo no lleva a nada, sin embargo muchas veces eso es a lo que se limita nuestra oración, a una recapitulación personal de deseos sin destello alguno de las provisión divina, un lamento de debilidad sin un atisbo de fuerza, una conciencia de nulidad sin sumergirse en la total suficiencia de Dios.

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